Cali, agosto 23 de 2025. Actualizado: viernes, agosto 22, 2025 23:56
Desde la sala de redacción, 35 años de periodismo
Jóvenes: entre promesas y realidades
Por: Rosa María Agudelo – Directora Diario Occidente
Hace 35 años comencé a escribir sobre jóvenes. Tenía 20 años, tan joven como los protagonistas de mis crónicas.
Recuerdo especialmente un hecho que marcó mi visión sobre la juventud en Colombia: un disturbio en el centro de reclusión Valle del Lili.
Conocí allí a jóvenes atrapados por el delito, manipulados por grupos criminales que usaban la ley del menor como escudo.
La falta de opciones los convertía en piezas de un engranaje violento.
En esos días, la policía organizaba torneos de fútbol en Aguablanca como alternativa. Un día, la actividad se canceló por amenazas a los organizadores.
Muchos jóvenes preferían entrenar antes que servir de campaneros a bandas criminales. Lo que viví entonces no fue un hecho aislado.
Ha sido un eco constante en mi trabajo: la desconexión entre educación y oportunidades, y el vínculo entre delito y falta de opciones.
Años después, en un foro sobre empleo juvenil tras la pandemia, un panelista dijo algo que me impactó: muchos jóvenes preferían ganar 400 mil pesos en una tarde con grupos delictivos que 50 mil trasnochando en un empleo legal. Lo he visto, en los barrios muchos admiran a quienes logran cumplir sus sueños gracias al crimen rentable.
Durante un tiempo, programas como Ser Pilo Paga parecían una respuesta. Iniciativas que premiaban el esfuerzo académico y daban esperanza a quienes más lo necesitaban.
También conocí apuestas locales públicas y privadas valiosas, pero aisladas. No se han consolidado como políticas de Estado sostenidas y con impacto.
Mientras tanto, vi cómo crecía el desencanto. Medidas del actual gobierno que “pagan por dejar de delinquir” no alejan a los jóvenes del delito; al contrario, refuerzan la idea de que entrar en él puede ser rentable.
Desempleo juvenil: un futuro incierto
Entre diciembre de 2023 y febrero de 2024, el desempleo juvenil en Cali fue del 17,8%, según el DANE. Aunque es la segunda cifra más baja entre las principales ciudades, sigue siendo alta.
A nivel nacional, la tasa bajó del 19,9% al 15,6%, pero la brecha frente al desempleo general (9,7%) persiste.
La falta de experiencia, la desconexión entre educación y empleo, las barreras socioeconómicas y la informalidad laboral mantienen a los jóvenes atrapados en trabajos precarios.
Durante el estallido social conocí a muchos. Luego, en el programa de empleabilidad de Compromiso Valle, les hablé de oportunidades. Nadie envió su hoja de vida. “La calle da más plata, doña Rosita”, me dijeron.
Pero la situación no afecta solo a jóvenes con educación media. En 2023, Cali tuvo el menor porcentaje de jóvenes empleados con educación superior entre las cinco ciudades principales.
El observatorio de empleabilidad del Ministerio de Educación indica que el 34,9% de los jóvenes sigue sin trabajo un año después del grado.
A pesar de que tener un título reduce el riesgo de desempleo el panorama no es alentador. Esto sugiere un desajuste entre la oferta académica y el mercado. Igualmente justifica la migración de jóvenes preparados, una gran pérdida para el país.
Buena parte del empleo juvenil se concentra en agroindustria, turismo y cultura, sectores con alta informalidad. Construcción, finanzas y servicios públicos emplean menos jóvenes por requerimientos técnicos que muchos no pueden alcanzar.
El desempleo juvenil no es solo una cifra. Es frustración. Es sentir que no hay lugar en el sistema. Esto alimenta pobreza, inseguridad y violencia.
Educación: ¿Puente o promesa vacía?
En los 90, La Toma de las Comunas, una iniciativa del Diario Occidente y el Noticiero del Pacífico, me permitió recorrer barrios del oriente de Cali.
Me enseño mucho de la ciudad pero sobre todo de su gente. Una mañana, pregunté a un joven por qué no estudiaba. “¿Estudiar para qué, si después no hay en qué trabajar?”, respondió. Esa frase resume lo que piensan los jóvenes. Un concepto arraigado que afecta el futuro de nuestra sociedad.
La pandemia agravó el problema. Más de 770 mil estudiantes desertaron en 2020, según el Ministerio de Educación. Muchos no encontraron razones para volver.
En 2021, el 22% de los jóvenes entre 15 y 28 años no estudiaba ni trabajaba. En Cali, esa proporción fue del 32,7%, según el DANE. Un caldo de cultivo perfecto para el estallido social. Una realidad que se nos mostró con violencia.
Durante décadas se ha dicho que la educación es el camino al progreso. Pero en Colombia, ese camino suele conducir a un callejón sin salida.
Aunque la cobertura bruta en educación superior superó el 50% en 2022, millones no logran terminar el bachillerato, y pocos acceden a la universidad.
El costo, la falta de cupos, la deserción por necesidad o la baja pertinencia de los programas expulsan a miles cada año.
Y no se trata solo de entrar. Una vez adentro, el panorama tampoco es alentador. En las pruebas PISA 2022, el 71% de los estudiantes colombianos obtuvo resultados por debajo del nivel mínimo en matemáticas, y más del 50% tuvo dificultades para leer y comprender textos básicos.
En pensamiento creativo, Colombia fue uno de los países con menor puntuación. No es culpa de los jóvenes. Es el reflejo de un sistema desactualizado, con baja inversión, escaso vínculo con el mundo laboral y docentes sin condiciones dignas.
La educación promete movilidad social, pero muchas veces refuerza la desigualdad. Jóvenes en contextos vulnerables estudian en colegios con menos recursos, compiten con quienes lo tienen todo. La brecha no es solo académica, es estructural.
Programas de educación para el trabajo, técnicos y tecnológicos han intentado cerrar esa brecha, sobre todo los que articulan estudio y trabajo.
Pero siguen siendo apuestas fragmentadas. Necesitamos un sistema que amplíe el acceso y forme para el mundo real: digital, cambiante, competitivo. Nuestra sociedad debe devolverle a los jóvenes la convicción de que estudiar sí vale la pena.
Cuando ni trabajar ni estudiar son opciones
En el Valle del Cauca, miles de jóvenes enfrentan una doble exclusión: ni estudian ni trabajan. Según el DANE, en 2020, el 32,7% de los jóvenes en Cali (175.059 personas) eran “NINIs”.
El 57,7% vivía en pobreza monetaria. Esta desconexión entre oportunidades y acceso real crea un círculo vicioso: sin recursos no se puede estudiar ni buscar empleo, y sin eso, la pobreza se perpetúa.
La situación es crítica para las mujeres. Lina, una joven de 17 años en el oriente de Cali, dejó el colegio para cuidar a su hijo recién nacido.
Soñaba con ser enfermera, pero en su casa siempre había algo más urgente que estudiar. Muchas jóvenes enfrentan lo mismo: embarazo adolecente, tareas de cuidado, informalidad, desempleo de sus padres y bajos niveles educativos en el hogar. La mayoría de NINIs inactivos son mujeres fuera del sistema productivo.
El reto no es solo cuantificar el problema, sino enfrentarlo con decisiones estructurales. Las soluciones deben ir más allá de programas sueltos.
Se necesita una estrategia integral que conecte educación media y técnica con empleo, que incluya políticas de cuidado para liberar a las mujeres jóvenes.
También es clave fortalecer el entorno familiar y garantizar que ningún joven abandone sus sueños por falta de oportunidades.
Pandillas: la violencia como refugio
El tema de las pandillas y la delincuencia juvenil ha sido una constante en mis crónicas. Desde hace décadas, he documentado cómo muchos jóvenes, sin opciones reales, terminan atrapados en redes criminales que les ofrecen lo que el sistema les niega: respeto, pertenencia y dinero rápido.
Con la llegada de las redes sociales, incluso llegué a escribir sobre jóvenes que se citaban por Facebook o Messenger para enfrentarse a golpes, como si la violencia fuera una forma de validarse frente a los otros.
Según datos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), cada año, alrededor de 8.000 adolescentes son sancionados penalmente por la comisión de delitos.
Los principales delitos cometidos por estos jóvenes incluyen el hurto, el porte y tráfico de estupefacientes y armas, seguidos por lesiones personales.
La mayoría de estos jóvenes infractores tienen entre 16 y 17 años, y la proporción de hombres involucrados en actividades delictivas es significativamente mayor que la de mujeres, con una relación de 10 a 1.
Según datos de la Policía Nacional, en Santiago de Cali, el 54% de los capturados por delitos entre 2010 y 2017 tenían entre 18 y 30 años, y el 84% eran hombres.
Estos jóvenes, en su mayoría desempleados o con ocupaciones informales, encuentran en las pandillas una salida a la falta de oportunidades.
Además, informes recientes indican que, entre enero y febrero de 2024, se registraron 1.244 casos de violencia intrafamiliar en los que las víctimas fueron menores de edad, lo que refleja un entorno de vulnerabilidad que puede propiciar la vinculación de los jóvenes a actividades delictivas.
Hoy, las bandas no solo reclutan, moldean. En muchos barrios de Cali, ser parte de una pandilla es casi un destino. Para algunos adolescentes, portar un arma, tener una moto y “mandar en la cuadra” es más accesible que terminar el bachillerato. La calle se vuelve un atajo tentador frente a un sistema que les exige mucho y les ofrece poco.
Pero hay caminos distintos. Experiencias como los Distritos de Mejoramiento Comercial en Los Ángeles lograron reducir delitos violentos con inversión urbana, limpieza y seguridad.
En Richmond, restringir la venta de alcohol y controlar el expendio de drogas disminuyó drásticamente las lesiones por violencia. En Baltimore, mediadores comunitarios lograron reducir homicidios en barrios marcados por las pandillas.
La lección es clara: la violencia juvenil no se combate solo con castigo. Se disputa con presencia institucional, oportunidades concretas y espacios seguros. Las pandillas ofrecen sentido de pertenencia. El reto es que la sociedad ofrezca algo mejor.
Un futuro posible: ¿Qué podemos hacer?
Después de tantos años de promesas, sigo preguntándome: ¿Qué más debe pasar para que reaccionemos? Treinta y cinco años de discursos, esfuerzos y frustraciones. ¿Por qué no hemos podido ofrecer a los jóvenes las oportunidades que merecen? Necesitamos un cambio de enfoque.
No más parches. Hay que dejar de ver a los jóvenes como un problema y reconocerlos como el recurso más valioso del país.
Siguen luchando, incluso cuando el sistema los margina. Es hora de ofrecerles más que palabras. Es hora de construir un país donde puedan soñar y, sobre todo, hacer realidad sus sueños.
Desde la sala de redacción: 35 años de periodismo
Este proyecto es una mirada al pasado, al presente y al futuro de Colombia a través de la experiencia periodística. A través de estas crónicas, busco no solo recordar, sino entender las lecciones que el tiempo nos ha dejado.
Porque el periodismo no es solo contar la historia, sino cuestionarla y, en ocasiones, desafiarla.