Cali, noviembre 26 de 2025. Actualizado: martes, noviembre 25, 2025 23:32
Cuando vas por leche y vuelves con media tienda
El síndrome de la compra impulsiva
Ser adulto es complejo, pero nada revela la fragilidad del autocontrol humano como entrar a una tienda “solo por una cosa”.
Esa frase, aparentemente inocente, debería venir con advertencia. Porque ir “solo por leche”, “solo por pan” o “solo por jabón” es el comienzo de una aventura emocional que termina en una compra impulsiva digna de estudio científico.
Todos los adultos lo vivimos: entras por un producto, pero sales con bolsas llenas de cosas que no sabías que querías ni necesitabas.
Todo comienza muy organizadamente. Uno se repite mentalmente “leche, solo leche, directo a la leche”. Entra a la tienda concentrado, con paso firme, como quien lleva misión secreta.
Pero ahí, justo al lado de la entrada, aparece la primera tentación: una oferta. Algo como “lleve dos y pague uno”, “50% de descuento” o una pila de galletas apiladas con cariño diabólico.
Y aunque en casa hay galletas, aunque ni siquiera te gustan tanto, algo dentro de ti despierta: la emoción del descuento. “Bueno, por si acaso”, dices. Grave error. Ahí comienza el descenso.
Sigues caminando y te encuentras con una sección que no venías a buscar, pero que te llama como canto de sirena.
Velas aromáticas. Velas que huelen a vainilla, bosque, océano, galleta navideña, playa tropical y estados emocionales que ni sabías que necesitabas.
Tomas una. Tomas dos. Tomas tres. Y tu cerebro intenta justificarlo: “Esto hace que la casa se vea linda”, “esto es autocuidado”, “esto es inversión emocional”.
Todo menos decir la verdad: “no necesito ninguna, pero quiero todas”.
Avanzas un poco más. Un estante brillante aparece a tu lado. Jabones artesanales, con colores que parecen postres. Los hueles todos como si fueras crítico profesional de aromas.
Tomas uno “para probar”. Tomas otro porque huele a infancia. Tomas un tercero porque “es regalo para alguien”. No tienes idea para quién, pero lo dices igual.
El carrito mental ya está lleno, aunque no lo estés usando
Pasas por la sección de plantas. No ibas a comprar plantas, pero una suculenta te mira. Sientes que te habla. Que te necesita. Que te dice “llévame a tu hogar, seré mejor persona si estoy contigo”.
Tomas la planta, sabiendo perfectamente que vas a olvidarte de regarla. Pero igual la adoptas. Uno siempre adopta plantas por emoción, no por responsabilidad.
Y ahí, en medio del éxtasis consumista, recuerdas que ibas por leche. “Ah, verdad”, dices, como si fuera una sorpresa. Te diriges al pasillo de lácteos. Tomas la leche.
La miras triunfante. Pero en el camino a la caja pasas por la sección de chocolates. ¿Y quién puede resistirse al chocolate? No tú. Tomas dos. O tres. O los que tu moral permita antes de sentir culpa.
Al llegar a caja, la realidad golpea. Sacas productos que ni viste coger. Ves el total y te preguntas si te hackearon la billetera.
Te entregan las bolsas y vuelves a casa sintiendo un orgullo extraño. Abrir las bolsas es como abrir regalos de cumpleaños: no te acuerdas de nada, pero todo te emociona. Galletas, velas, jabones, plantas, chocolates, cosas que no necesitabas… y sí, la leche, perdida entre tanto exceso.
El momento más gracioso llega cuando alguien en casa pregunta: “¿Y por qué trajiste todo esto?”. Uno respira profundo e inventa excusas.
“Es que estaba en oferta”. “Es que lo necesitábamos”. “Es que me pareció bonito”. Nadie dice: “No pude controlarme”. Eso queda en la conciencia.
Lo hermoso del síndrome de la compra impulsiva es que revela nuestra humanidad. Somos adultos responsables, sí, pero también somos fácilmente seducidos por cosas bonitas, olores ricos, colores agradables y ofertas sospechosas.
La compra impulsiva no es error: es terapia emocional disfrazada de necesidad.
Al final, ir “solo por leche” no es una frase realista: es una ilusión. Siempre regresamos con media tienda, con nuevas historias y con la promesa —falsa— de que la próxima vez sí compraremos solo lo necesario. Pero sabemos que no es cierto. Y está bien.
Porque, seamos honestos: la vida adulta ya es suficiente sacrificio. Si una vela con olor a lavanda nos hace felices, que viva la impulsividad.
Y que la leche siga siendo, como siempre, la excusa perfecta para salir y traer un pedacito de alegría inesperada.

