Cali, noviembre 22 de 2025. Actualizado: sábado, noviembre 22, 2025 00:19
¿Usted lo vive en su casa?
La Guerra del Control Remoto: el conflicto familiar más antiguo del mundo
En todas las casas del planeta existe un objeto pequeño, aparentemente inofensivo, que ha sido responsable de discusiones, alianzas temporales, traiciones silenciosas y batallas épicas: el control remoto.
No hay familia que se libre de su poder ni de su misterio. En manos del elegido, se convierte en un cetro de autoridad; en manos del inmaduro, en un arma de pura confusión.
El control remoto es la verdadera monarquía doméstica: quien lo tiene, reina. La guerra comienza desde temprano.
El primero que se despierta suele creer que el televisor le pertenece por derecho natural. Si es un adulto, prenderá el noticiero para “informarse bien”, aunque a los cinco minutos esté revisando el celular.
Si es un niño, pondrá caricaturas con un volumen que despierta al vecindario. Y si es un abuelo, la programación oscilará entre documentales, misas y esas películas que nadie comprende pero él disfruta profundamente.
En ese momento, todavía no hay conflicto. Pero basta que alguien más entre a la sala para que la tensión escale como si fuera una serie dramática.
El enfrentamiento generacional es inevitable. Los padres quieren poner el noticiero o la novela repetida que han visto diez veces; los adolescentes prefieren YouTube o videos de baile que duran quince segundos; los niños se declaran dueños absolutos del televisor porque “ellos llegaron primero”; los abuelos reclaman su derecho ancestral de ver todo con subtítulos gigantes. Cada uno tiene argumentos convincentes. Ninguno piensa ceder.
La batalla apenas empieza.
Uno de los personajes más temidos en esta guerra es el “zapeador compulsivo”. No importa qué estén viendo, cambiará de canal cada diez segundos.
La familia entera puede estar concentrada en una escena emocionante y él, sin razón aparente, decide revisar qué hay en los otros canales.
La tradición familiar dicta que nadie dice nada, pero todos sufren. Algunos se resignan. Otros esperan el descuido para arrebatarle el control. Quien logre hacerlo es celebrado como un héroe.
Luego está la figura trágica del que “se duerme con el control en la mano”. Es el más frustrante de todos. Declara con insistencia que está viendo algo “muy interesante”, aunque sus ojos se cierren lentamente.
Se duerme sentado, abraza el control como si fuera un tesoro y, cada vez que alguien intenta quitárselo suavemente, despierta sobresaltado diciendo “¡estoy viendo!”.
Nunca está viendo nada. Nunca sabe qué está pasando en la pantalla. Pero jamás suelta el poder. La familia completa se queda atrapada en un ciclo interminable de respeto, enojo y resignación.
En las reuniones familiares, la guerra del control remoto alcanza niveles épicos. Cuando se juntan primos, tíos, abuelos y cuñados, el televisor se convierte en un campo de batalla emocional.
Uno quiere fútbol, otro quiere una película, los niños quieren caricaturas, la tía quiere el canal de cocina y el primo adolescente insiste en poner videos desde su celular en la pantalla grande.
Cada uno tiene una visión distinta de lo que es entretenimiento. El televisor empieza a cambiar de contenido tan rápido que parece una máquina de azar. Al final, nadie ve nada, todos discuten un poco y, aun así, la familia continúa unida en esa escena caótica y tierna.
Unidos venceremos
El control remoto también tiene capacidad de crear alianzas inesperadas. Padres y abuelos se unen para quitarle el televisor a los adolescentes.
Hermanos mayores se convierten en protectores de los más pequeños para defender el “derecho a las caricaturas”.
Las madres negocian la programación como diplomáticas experimentadas: “vemos esto media hora y luego cambiamos”. Y siempre hay una persona —generalmente la más cansada— que dice la frase pacificadora que nadie quiere escuchar: “apaguemos el televisor y hablamos”. Suele ser ignorada, pero su intento es valorado.
La verdad es que la disputa por el control remoto dice más sobre la familia de lo que parece. Revela temperamentos, prioridades, gustos y hasta emociones escondidas.
El que cambia rápido está ansioso. El que se duerme está agotado. El que solo quiere caricaturas está buscando alegría. El que insiste en ver noticias necesita sentir control sobre el mundo.
El que quiere poner una película busca escapismo. El que propone apagar el televisor quiere conexión humana. El control remoto, sin querer, se vuelve un espejo de lo que cada uno necesita.
Pero lo más hermoso de esta guerra absurda es que termina igual que empieza: con la familia reunida en el mismo espacio, discutiendo por algo que, si somos sinceros, tampoco es tan grave. Puede haber pequeñas tensiones, pero también risas.
Puede haber frustración, pero también cariño. La televisión sigue siendo un punto de encuentro, una excusa para compartir, una razón para estar juntos, incluso cuando nadie se pone de acuerdo.
En un mundo donde cada vez es más difícil coincidir, el control remoto recuerda que la vida familiar está hecha de estos momentos caóticos y tiernos.
La guerra por el control no es más que una manera de decir “quiero elegir”, “quiero ver esto contigo”, “quiero estar aquí, incluso si discutimos”.
Y al final del día, cuando el televisor queda encendido en algo que ninguno recuerda haber escogido, la familia sigue ahí: riendo, peleando, negociando y viviendo lo que realmente importa.
Así que sí, la guerra del control remoto es eterna, absurda, divertida y universal. Y mientras existan familias, seguirá siendo la batalla doméstica más famosa de la historia.
Pero también es una prueba de que, entre cambios de canal y discusiones tontas, seguimos encontrando un motivo para reunirnos.
Porque en el fondo, más allá de lo que se vea en la pantalla, lo importante siempre ha sido quién está sentado al lado.

