Cali, octubre 9 de 2025. Actualizado: miércoles, octubre 8, 2025 23:44
Sigue siendo parte del alma del Valle del Cauca
Gardeazábal, el de Tuluá, semblanza de un escritor provinciano
Por Carlos Arboleda Conde
@carboledaco
Nació en un pueblo donde el sol parece quedarse más tiempo sobre los tejados, y el río habla bajito entre piedras y cañaduzales.
Fue un niño curioso, de mirada despierta, que hacía preguntas que los adultos preferían no responder.
En su casa se rezaba el rosario cada tarde, pero entre los rezos se colaba la voz firme de una madre distinta: una mujer de ideas amplias, que creía que la libertad empezaba en el pensamiento.
De ella heredó el hábito de leer antes de dormir y la costumbre de mirar el mundo con duda, con hambre de verdad.
Aprendió pronto que las palabras pueden abrir puertas o encender incendios, y que en los libros —más que en los templos— se hallan los secretos del alma humana.
En la escuela se volvió imposible de ignorar. Tenía la osadía de quien no teme contradecir y la pasión de quien cree que la palabra debe servir para transformar.
Muy joven ya escribía cuentos y los enviaba a revistas de Madrid y de París, donde los publicaban con sorpresa: un muchacho de un pueblo del Valle del Cauca escribía como si hubiera vivido mil vidas.
Le gusta la compañía de sus amigos, las tertulias interminables, el café recién colado y las caminatas por la ribera del río, donde las ideas se mezclan con la brisa tibia.
Allí, entre carcajadas y silencios, se fue forjando su sensibilidad de escritor: esa mezcla de ternura e ironía que aún hoy lo distingue entre los grandes narradores del país.
Desde su juventud, se convirtió en un líder. No de esos que imponen, sino de los que incomodan. Su voz resonaba —y sigue resonando— en las aulas, en los periódicos y en la radio; habla con un filo que corta las mentiras y con un humor que desarma la solemnidad.
Su vida ha sido un diálogo constante entre el arte y la política, entre la literatura y la lucha por un país menos hipócrita.
Cuando el destino lo llevó al despacho del gobernador del Valle del Cauca, entró el primer día con una flauta bajo el brazo.
No era adorno ni capricho: era símbolo. La cultura debía tener un lugar en la administración, porque sin ella —decía— gobernar era solo llenar formularios.
Aquello sorprendió a sus funcionarios, pero también los hizo sonreír: el poeta no se quitaba el alma ni al asumir el poder.
Su vida, como su obra, ha tenido humor y tempestad. Ha celebrado triunfos que parecían imposibles y enfrentado caídas que lo marcaron profundamente.
Un día fue víctima de un asalto en su propia casa; los ladrones no se llevaron joyas ni dinero, solo sus computadores. Querían robarle las palabras, pero no sabían que él escribe también desde la memoria.
Porque su vida entera es eso: memoria convertida en palabra. De esa obstinación nacieron sus novelas —Cóndores no entierran todos los días, El bazar de los idiotas, La Boba y el Buda, El Divino, Comandante Paraíso— historias que retratan sin disfraces la violencia, la fe, el poder y la ironía de un país que parece repetirse en cada generación.
Sus libros han viajado por el mundo, traducidos a idiomas que él quizá no hable, pero en todos sigue latiendo la voz del Valle, el rumor del río, el acento del Tuluá que lo vio nacer.
Ganó premios en España, becas internacionales y honores universitarios, pero lo que más lo enorgullece es que la gente del pueblo aún lo lea, aún se reconozca en sus páginas.
A veces parece cínico, otras veces tierno. Puede lanzar una crítica feroz en la radio y, minutos después, reírse de sí mismo con un café en la mano.
Así es él: un hombre que no se esconde detrás de los títulos, un escritor que no teme la controversia.
Su vida sigue tan intensa como sus libros, y su palabra, viva y desafiante, continúa incomodando y emocionando a quienes la escuchan.
Hoy, el niño del río —aquel que creció entre rezos y rebeldías— sigue siendo parte del alma del Valle del Cauca.
Su voz se escucha en las aulas, en las emisoras y en las conversaciones de quienes aún creen que escribir es una forma de resistencia.
Y así, mientras el río Tuluá continúa su curso, parece que las aguas siguen susurrando su historia: la de un hombre que ha hecho de la palabra su destino, y del pensamiento libre, su casa eterna.