Cali, noviembre 24 de 2025. Actualizado: domingo, noviembre 23, 2025 11:24
Del color del mundo a la edad del perro
¿Por qué los niños pequeños preguntan absolutamente todo?
Ser padre de un niño pequeño es vivir en un interrogatorio permanente. Uno se levanta pensando que será un día normal y, cinco minutos después, ya está respondiendo preguntas que ni los científicos más brillantes del planeta podrían contestar sin tartamudear.
Los niños pequeños no preguntan: investigan. No conversan: interrogan. No observan: diseccionan el mundo con una curiosidad tan intensa que a veces da risa y a veces produce sudor frío.
La etapa de las preguntas infinitas llega sin aviso. Un día tu hijo dice “agua” y al día siguiente te pregunta “¿de dónde viene el agua, por qué es transparente y quién la inventó?”.
Si no respondes en tres segundos, repite la pregunta con una insistencia que haría orgulloso a cualquier detective profesional.
Los niños pequeños no se conforman con saber qué pasa; quieren saber POR QUÉ pasa, PARA QUÉ pasa y QUIÉN lo autorizó.
Viven en una especie de asamblea cósmica donde buscan explicaciones para todo lo que existe.
La mayoría de estas preguntas surgen de cosas tan simples que uno subestima. Los niños ven el mundo por primera vez, con ojos sin prejuicios ni aburrimiento. Lo que para los adultos es rutina, para ellos es magia pura.
Una hormiga cargando una miga, una nube pasando, una sombra que se mueve, el sonido de un carro, el olor de una fruta: todo es motivo de asombro.
Y el asombro necesita palabras. Por eso preguntan. Preguntan para entender, preguntan para nombrar, preguntan para pertenecer.
Las preguntas difíciles
Pero hay preguntas que van más allá de la ciencia doméstica. Están las filosóficas: “¿qué pasa cuando termina el día?”, “¿por qué existo?”, “¿quién le dice al cielo que ya es de noche?”.
Están las emocionales: “¿qué pasa si tú te vas y yo me quedo?”, “¿por qué lloran las personas grandes?”, “¿cómo se guarda un recuerdo?”.
Y están las preguntas que parecen salidas de una película surrealista: “¿los dinosaurios se murieron porque no querían bañarse?”, “¿el sol se apaga cuando yo duermo?”, “¿los perros creen que yo soy su mascota?”, “¿por qué tú tienes cejas y yo también?”.
Los niños pequeños tienen la capacidad de transformar cualquier momento en un ejercicio existencial.
Para los padres, esto es una mezcla de ternura, agotamiento y comedia involuntaria. Uno intenta responder con calma, pero hay días en los que la creatividad simplemente no alcanza.
A las siete de la mañana nadie quiere explicar cómo funciona la gravedad, por qué el cielo es azul o cuál es la diferencia entre todos los tipos de dinosaurios existentes.
La mitad de las veces uno inventa respuestas, la otra mitad googlea como si la vida dependiera de ello. A veces uno responde “porque sí”, pero eso jamás funciona: “¿y por qué porque sí?”. Los niños son expertos en romper argumentos circulares.
Lo más gracioso es que no solo preguntan sobre el mundo exterior, sino también sobre nosotros. Los padres no se salvan de su curiosidad.
Preguntan por qué tenemos arrugas, por qué dormimos con ropa, por qué a veces estamos cansados, por qué los adultos dicen “mañana vemos” cuando no quieren hacer algo.
Preguntan por nuestra edad con un descaro absoluto. Preguntan cuántos años tiene el perro, el sillón, la casa, el carro. Preguntan si cuando nosotros éramos pequeños el mundo tenía color o era en blanco y negro. Para ellos, todo es un misterio digno de investigación.
Y aunque a veces nos desesperan, la verdad es que estas preguntas son una señal maravillosa. Significan que se sienten seguros. Preguntar es confiar.
Un niño que pregunta no teme equivocarse, no teme molestar, no teme hablar. Está tan conectado con el adulto que lo cuida que se permite abrir la puerta de la curiosidad sin miedo. Sabe que encontrará respuestas… o al menos compañía.
Las preguntas infinitas son, al final, un puente emocional. Los niños no solo quieren saber “qué es esto”, sino “qué significa esto para ti” y “qué significa esto para nosotros juntos”.
La curiosidad es una forma de pedir presencia. De decir: “muéstrame el mundo, quiero aprenderlo contigo”.
Y sí, los padres terminarán exhaustos. Pero también terminarán llenos de recuerdos que un día se volverán oro puro. Porque llega un momento en que los niños dejan de preguntar. Crecen.
Se vuelven reservados. Empiezan a buscar respuestas en amigos, libros o internet. Y uno recuerda entonces con nostalgia esos días en los que la pregunta más urgente era “¿los árboles se cansan de estar parados?”.
Por eso, aunque cada “¿y por qué?” nos robe cinco minutos de vida, también nos regala una ventana a una etapa irrepetible: la niñez en estado puro, la curiosidad sin límites, el amor hecho pregunta. Y no hay ciencia más hermosa que esa.

